La propiedad, consiste en el derecho a gozar, disponer libremente y aprovechar la tierra sin más limitaciones que las contenidas en las leyes.
La propiedad dominante en España es la propiedad privada, que acusa una notable dualidad: un número muy elevado de pequeños propietarios que posee poca tierra y, en el otro extremo, un reducido número de grandes propietarios que concentra mucha tierra. Así, los dueños de menos de cinco hectáreas, que representan más de la mitad de los propietarios que existen en España, sólo poseen la décima parte del territorio, mientras que los que tienen más de 100 hectáreas, sin llegar a representar una centésima parte, concentran la mitad de la superficie.
A este problema estructural se añade la extraordinaria fragmentación de la tierra en multitud de parcelas, que es un inconveniente para la explotación.
Geográficamente existen diferencias en cuanto al tipo de propiedad. La propiedad pequeña y muy atomizada es dominante en la mitad septentrional, en el Levante y en la franja mediterránea; las grandes fincas tienen, en cambio, una mayor implantación en el sur, particularmente en Extremadura, Castilla-La Mancha y Andalucía occidental.
Estas circunstancias tienen sus antecedentes en los procesos históricos de ocupación del territorio y en su evolución posterior. Históricamente existieron tres tipos de propiedad bien diferenciados: colectiva, estamental y particular.
La propiedad colectiva era aquella cuya titularidad correspondía a las villas y a los municipios. Estaba integrada por las tierras pertenecientes a la colectividad, que se dividían en lotes o suertes para el aprovechamiento individual (bienes comunales), o se arrendaban a particulares a cambio de una cantidad de dinero para atender las necesidades de la villa (bienes de propios).
La superficie perteneciente a la Iglesia y a la nobleza constituía la propiedad estamental. La mayor parte de las tierras pertenecientes a la nobleza integraban los señoríos, cuya integridad territorial estuvo protegida durante siglos por la institución del mayorazgo. Los bienes de la Iglesia procedían de compras y de donaciones de los fieles.
Los titulares de ambos tipos de propiedad no tenían capacidad de enajenar o vender, razón por la cual se decía que estos bienes estaban en manos muertas. En consecuencia, unos y otros se encontraban apartados del mercado de la tierra y de la partición hereditaria, lo que redundaba en la escasez de tierra para los particulares y en su encarecimiento.
Ilustrados y reformistas clamaron contra esta situación y, finalmente, en el siglo XIX se le puso fin mediante los procesos desamortizadores. La desamortización afectó a los bienes propiedad del clero y de los municipios; la primera fue llevada a cabo por
Mendizábal en 1836 y supuso la incautación de numerosas fincas pertenecientes al clero y su venta a particulares. La desamortización civil tuvo lugar más tarde, a partir de 1855, y se llevó a efecto al aplicar la Ley de Madoz, la cual dio origen a la privatización de la tierra que formaba el patrimonio comunal de los municipios españoles.
La influencia de estas medidas en la estructura agraria fue muy grande, pues supuso el trasiego de una cantidad ingente de tierra de propiedad colectiva a manos de particulares. En contra de lo que se pretendía, vino a reforzar la gran propiedad, pues, por lo general, los compradores ya tenían la condición de propietarios. Asimismo, la desamortización civil privó a los municipios de un amplísimo patrimonio, a base de sustento de los más humildes.
En lo que a los bienes de la nobleza se refiere, la abolición del mayorazgo y la supresión del régimen señorial permitieron que, en adelante, los bienes de la nobleza se rigiesen por las leyes sucesorias normales y entraran en un proceso de fragmentación por herencia, aunque preservando su condición de latifundios.
El resultado de estos procesos fue una concentración notable de la propiedad y, como los vecinos habían perdido sus tierras públicas y que a finales del siglo XIX la población iba en aumento, la proletarización del campesinado se incrementó al haber más personas y menos tierras que labrar. La desigualdad en la distribución de la tierra o la carencia de ella estuvieron en la base de la conflictividad social y de las demandas de reforma agraria, que se materializaron en la Segunda República, aunque sus efectos quedaron anulados tras la Guerra Civil.